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Capítulo Primero

Estimado Aranzubia,


Escribo esta carta con la esperanza de que pueda ayudarle a comprender las razones de mi accionar. Voy a explicarle los pormenores de mi desgracia y, cuando llegue al final, sabrá hasta qué punto mi tragedia es también la suya. Nosotros estamos unidos en el sufrimiento. Tuvimos nuestras diferencias, por supuesto, pero ahora somos parte de la misma historia. Usted conoce algunos aspectos superficiales de mi vida porque leyó mi expediente en reiteradas ocasiones. Sabe con precisión lo que pasó en mi casa aquella noche, pero aun así me tomé la libertad de narrar algunos episodios de mi historia que no figuran en el registro y que, a mi parecer, son más relevantes que mis últimos trabajos o mis títulos académicos.


Hay fechas que son imposibles de olvidar y no hablo de cumpleaños ni feriados, sino de esos días que dejan cicatrices imborrables en la memoria. El cinco de febrero, hace más de dos años, desperté por culpa de un ruido lejano que sin pedir permiso se introdujo en mi sueño. Era un sonido seco, ronco y pausado, como un motor que no podía arrancar. Hago un esfuerzo por acordarme de todo tal cómo fue. Apenas abrí los ojos noté que las primeras ráfagas del sol se filtraban entre las cortinas. Me levanté de la cama alrededor de las cinco y media de la madrugada y escuché a mi hija tosiendo en la habitación al otro lado del pasillo. No era una tos inofensiva, era fuerte y áspera. Busqué un vaso de agua en la cocina, se lo llevé a la cama y cuando terminó de tomarlo se calmó un poco. Valeria, mi mujer, me dijo que le preparara un té con miel y limón. El resplandor del sol, que aún no asomaba en su totalidad, esclarecía la noche y adentro de la casa todo adquiría un matiz celeste. Una vez que se tomó el té regresé a mi cama con ganas de reanudar el sueño, pero antes de que el inconsciente se apoderara de mí, Sofía comenzó a toser de nuevo con más fuerza y más seguido. Esta vez Valeria se levantó conmigo.


Unos días antes del incidente el pediatra de la niña le había diagnosticado una alergia y nos avisó que tendría tos y flema. Nos recetó un jarabe con antibiótico y dijo “es típico de la época, con la poca lluvia que hay el aire está lleno de polvo y otros residuos de los árboles. Los alérgicos son los que más sufren, pero no se preocupen”. Sin embargo nos preocupamos, como todo padre se preocupa por su hijo, como seguramente usted lo hacía por el suyo. Cuando volví al cuarto de mi hija noté que la pequeña luchaba por respirar con normalidad. En poco tiempo se le hincharon las venas hasta que su carita se puso roja. Mi piel se estremeció. De un minuto a otro la incesante tos se convirtió en intentos desesperados por tomar un poco de aire. Abría la boca bien grande pero su organismo parecía no responder.


No perdí tiempo en cambiarme el pijama, tomé a Sofía entre mis brazos y fui corriendo a la cochera en busca del auto. Valeria venía detrás mío persiguiéndome a los gritos “¿Qué le pasa Salvador, porque no puede respirar?” Yo no sabía nada, imagínese el momento. Pobre Sofía, mi querida hija. Afuera en la calle no había nadie, ni siquiera los árboles estaban despiertos, la ciudad entera dormía mientras yo manejaba a toda velocidad pasando semáforos en rojo. En el asiento trasero Valeria abrazaba a Sofía. Acurrucada entre los brazos de su madre intentaba cazar una bocanada de aire. De su boca surgían ruidos impresionantes, se retorcía y lloraba, pero todo era en vano. Mi esposa entró en pánico al verla de esa manera y se largó a llorar también. Demoré diez minutos en llegar desde mi casa a la puerta del Hospital Español. Para entonces Sofía ya no respiraba. Fuimos hasta la sala de emergencias y logramos llamar la atención de todos los médicos que actuaron rápido e intentaron resucitar a la niña, pero la muerte, implacable, ya se la había llevado. Ocurrió en el trayecto hasta el sanatorio alrededor de las seis de la mañana.


Sentí que me habían quitado el suelo debajo de los pies. Sólo quería caerme, dejarme llevar por la fuerza de gravedad y yacer inmóvil, sin ruidos, sin pena, sin ese puñal en el corazón que aún ahora siento. Desde este punto me cuesta recordar toda la escena con claridad, estaba tan aturdido que apenas podía mantenerme en pie. En un momento los médicos hablaron conmigo y me explicaron que Sofía había sufrido un ataque de asma, uno letal. La alergia diagnosticada por el médico de cabecera de la niña fue la primera alarma, los primeros síntomas de la enfermedad que el imbécil del pediatra no pudo detectar. Como el organismo de Sofía era tan vulnerable, no pudo resistir lo que vino después. Mi primera reacción fue la de querer matar al Doctor Rivera, ir a buscarlo a su casa mientras dormía, poner mis manos sobre su cuello y apretar con todas mis fuerzas para que sintiera en carne propia lo que mi hija tuvo que soportar. Pero eso no me iba a devolver a Sofía, seguramente me iba a permitir descargar las toneladas de furia que contenía dentro mío, pero después enfrentaría una condena por haber matado a un hombre que no valía la pena.


Que el Doctor Rivera no valía la pena lo supe desde la primera vez que lo vi en su consultorio. Estaba parado debajo del vano de la puerta, vestido con una insípida bata blanca y una sonrisa tan falsa como su mirada. Era un blandito. Flaco, pálido y con el pelo lacio que caía sobre su frente como a un niño de pre escolar. Al darle la mano sentí la displicencia con que me respondió, fingiendo un saludo amable. Eso me irritó. Si hay un momento clave para demostrar por qué nunca me fie de aquel sujeto fue ese “apretón” de manos. A pesar de que Rivera no me inspiró confianza alguna, Valeria insistió en que se encargara de los cuidados de nuestra hija. “Es el mejor de la ciudad, no hay nadie como él. Me atendió a mí cuando era pequeña y su mentor fue médico de cabecera de mi madre”, me dijo. A mí me pareció un charlatán, un débil de voluntad que estudió medicina por obligación de sus padres.


Dentro del hospital perdí la noción del tiempo y del espacio. Estaba tan apabullado como usted ahora, lo sé. Salí al patio a fumar un cigarrillo, dos, diez. Caminé por los pasillos, llamé a mi padre para darle la noticia, me perdí buscando una sala vacía para echarme a llorar, y no recuerdo que más hice. Valeria se quedó al lado de Sofía y no la abandonó en ningún momento. Cuando regresé a la sala de emergencias Valeria seguía sentada en el mismo lugar, con los codos en las rodillas y el rostro húmedo entre sus manos. Había transcurrido la mitad de  la mañana para cuando nos fuimos, desgarrados por dentro, con las caras rojas e hinchadas por el llanto. Cuando subimos al auto nos quedamos en silencio otro buen rato.


Tenía razón – dijo Valeria  – Marcela me dijo que esto iba a pasar.


¿Qué dices? – Respondí sorprendido - ¿Marcela, la que lee las cartas? ¿Por qué no me lo dijiste, tal vez podríamos haber hecho algo?


¡No me dijo que Sofía iba a morir! – Me gritó nerviosa, agitando los brazos – o acaso piensas que iba a dejar morir a mi hija sin hacer nada. No seas idiota. Me dijo otra cosa – continuó más calmada – Me dijo que nuestra familia iba a sufrir una tragedia.


¿Y no le preguntaste que era?


No me animé


¿Cómo que no te animaste?


No me animé. No es fácil hablar del futuro, y menos si son cosas tan delicadas. Después de que me dijo eso me paré y me fui. Estaba indignada, tú sabés que yo no creo en esas cosas, fui allí solamente para acompañar a mi madre.


¿Te das cuenta de que podrías haberlo evitado? – le dije, lleno de ira, por no haberme confiado ese pequeño detalle que para mí era vital. En ese momento pensé que si los dos hubiéramos estado alerta, quizás el episodio de esa mañana no hubiese ocurrido, ignorando que la mayoría de las cosas escapan a nuestro control.


No sé por qué no me animé – me dijo con la voz apagada y  los ojos empapados en lágrimas -  Era algo que de todos modos iba a suceder y punto. Esa mujer lee el futuro. Si el futuro está escrito no hay manera de cambiarlo ¿No es cierto? Igual que más da, Sofía está muerta.


¿Y qué más te dijo? – le pregunté –


Nada, simplemente me fui – me respondió, pero supe que ocultaba algo más -


Evitamos dirigirnos la palabra por el resto del día. Nuestros padres organizaron el sepelio y el entierro del día siguiente. Para entonces la razón me era ajena, apenas recuerdo haber visto caras conocidas, algún abrazo sincero, una palabra de honesto consuelo, voces perdidas. Sin embargo sé que durante el velatorio perdí los estribos. Mi suegra estaba al lado mío, Valeria y sus hermanos sentados junto a una ventana, y en el medio de la sala, dentro de un cajón de madera, la pequeña con los ojos cerrados. Esos mismos ojos que un día antes me miraron con tanta ternura, con tanto amor, con tanta vida. Su cara pálida parecía la de una muñeca de porcelana. Cada vez que intento dormir veo sus ojos tan llenos de nada, una y otra vez. La acaricié para asegurarme de que en verdad estaba muerta y ahí fue cuando la realidad me superó. Comencé a golpear sillas, adornos, bancos y paredes hasta que las fuerzas me abandonaron. No sé si me dormí o me desmayé, no recuerdo haber comido. Volví a sentir el cuerpo al otro día mientras mis familiares preparaban todo para llevar a Sofía al cementerio.


La caminata desde el salón hasta el carro fúnebre, con el cajón en alzas, fue lo que terminó de hundirme en la peor de las soledades. Allí estaba yo sosteniendo a mi hija por última vez. Pensé en las tardes cuando jugábamos saltando sobre la cama de mi habitación. Recordé su sonrisa pícara y su voz alegre pidiéndome que la persiguiera hasta atraparla, sentí su mano diminuta sujetándome el dedo meñique para cruzar la calle. Olí el aroma dulce de su piel de niña, y la vi alejarse en la parte trasera de aquel coche oscuro.

                 

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