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Recuerdos en el 132.

El otro día me acordé de vos en el 132. Estaba leyendo una entrevista a un escritor y el tipo respondía con tantas aristas… Se iba por las ramas, se perdía en laberintos de sintagmas y silogismos para luego volver a hilar todos los pensamientos dándole un sentido único, casi irracional, a esa respuesta. Me acordé de las veces que discutíamos por algo y vos llevabas la conversación a terrenos impensados, como cuando citaste a Catalina de Rusia y su relación con Voltaire, o cuando te pusiste a hablar del colisionador de hadrones. Ya ni me acuerdo de qué discutíamos, la verdad no me interesa, pero no puedo olvidarme del énfasis que le ponías a cada explicación, moviendo los brazos, abriendo los ojos bien grandes, incluso salivando algunas veces por la emoción del momento. Decías tanto y no decías nada.

 

Después pasamos por la esquina de Mármol y Chacras, donde estaba aquel negocio de la amiga de tu abuela; el de ropa usada. Qué manía la tuya de vestirte tan mal. Entiendo que no tenías los medios para usar Gucci o Prada, pero tampoco era necesario ser un pescador de segunda mano. Todas las remeras con agujeros, las camperas con cierres que no servían, las zapatillas con suelas gastadas de manera dispareja. Sé que no vas a trabajar nunca en una oficina, pero a las mujeres nos gusta que los hombres se vean bien, pulcros, atractivos.

 

Intenté concentrarme de nuevo en la entrevista hasta que sentí a una mamá hablando con su hijo. La conversación volvió a traerme recuerdos tuyos. El niño se quejaba porque no quería ir a la escuela e intentaba por todos los medios convencer a su madre de que no lo llevara más. Lo mismo que decía él me decías vos cuando te pedí que te pusieras a trabajar. Que las reglas, las convenciones sociales, que te quieren convertir en un robot, que vos no sos para la oficina… Cuántas similitudes con el pensamiento de aquel infante.

 

Quise olvidarte, como muchas otras veces, pero el maldito 132 no me dejó. Ahí nomás subió un vendedor ambulante ofreciendo algunos objetos. No tengo idea qué eran, pero me acuerdo que los vendía de una manera que daban ganas de comprarle algo por más innecesario que fuera. Se sabía el discurso de memoria, lo decía con ritmo y con rima, acompañando el sentido de la locución con precisos gestos y ademanes. Todo concordaba, todo parecía correcto, hasta que la gente veía los productos, quisiera acordarme qué eran, cosas para la cocina, para limpiar. El caso es que ni bien veías el producto sabías que nunca lo ibas a usar, que iba a terminar tirado en cualquier alacena, pero lo querías comprar por todo el empeño y el show que había hecho el sujeto para convencerte. Eso también me hizo acordar a vos, a tu manera de hablarme cuando todavía no me habías dado un beso.

 

Me bajé en la misma parada que el vendedor ambulante y para mayor sorpresa ahí estabas vos, en la esquina, leyendo un libro sin levantar la cabeza por nada del mundo. Me quedé un rato observándote y en todo ese tiempo nunca alzaste la mirada. Vaya una a saber qué estabas leyendo. Quería olvidarme de vos y no sabía cómo, hasta que volví a verte y entonces comprendí que para sacarte de mi cabeza tengo que meterte en mi vida. Sí, así de paradójico como tus explicaciones. Por eso me acuerdo de vos, porque somos tan parecidos que no puedo sino pensar cosas parecidas. Como pensar en que no me querés y yo no te quiero, pero igual te extraño. El otro día me acordé de vos en el 132 y quería que lo sepas. 

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