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Capítulo Cuarto

Al día siguiente no le dije nada, le permití seguir con el juego para ver hasta donde era capaz de llevarlo, pero dentro mío había un volcán en erupción. Estaba iracundo, fuera de mí, necesitaba vengarme y devolver la mala energía que estaba recibiendo. La miré mientras se vistió y me imaginé que estaba en la casa del otro, poniéndose la ropa para volver a nuestra cama. Pensé en devolverle el agravio y engañarla con una mujer cualquiera, o darle un susto grande, hacerla pasar por una situación tan humillante como la que ella me hizo vivir. Sabía que algo tenía que hacer, pero no sabía qué. La respuesta vino sola un día que fui a pagar una boleta vencida. Salí de la oficina de la compañía de luz y no pude evitar sentirme atraído por el letrero del negocio al otro lado de la calle; “Armería Castro”.


Siempre supe, desde que era pequeño, que algún día iba a terminar matando a alguien. Tal vez era un brote psicótico, o quizá era que podía adivinar el futuro. La tienda era grande y antigua. En un rincón exhibían accesorios para campamentos, en otro mueble mostraban toda clase de cuchillos, pero mi instinto asesino me guió hacia el aparador de las pistolas. Yo no sabía nada de armas, hasta ese día nunca había disparado ni siquiera un aire comprimido, sólo me dejé llevar por el momento y cuando empecé a hablar con el vendedor no quise dejar la impresión de que no sabía lo que quería. Un hombre que entra a una armería no ignora lo que busca. Cansado de poner siempre la otra mejilla, ahora buscaba revancha.


¿En qué lo puedo ayudar? – me dijo del otro lado del mostrador un hombre grande, robusto, con el pelo lleno de canas blancas y la cara bien afeitada. Su cuerpo obeso no le permitía moverse con comodidad por lo que cada movimiento requería de la máxima concentración. Vestía una camisa suelta que dejaba ver su pecho descubierto y una cadena de oro donde colgaba una bala dorada.

 

Una pistola – le dije -  Algo no muy grande ni pequeño ¿Qué me recomienda?


¿Es para el hogar? – me respondió mirándome de arriba abajo intentando leer mi expresión corporal -


Si, para mi casa – le respondí – Esta mañana me di cuenta de que alguien marcó mi casa. ¿Sabe a lo que me refiero? Los ladrones ahora no improvisan, buscan bien su objetivo, miran el movimiento del barrio y cuando encuentran un hogar que les parece buen blanco lo marcan. Puede ser cualquier cosa, un graffiti, un par de zapatos en el poste de luz o un clavo en la puerta. Hoy noté algo raro en la fachada, habían escrito unas iniciales en el buzón de correo; HLH, LH, o algo por el estilo, y me da una mala espina…


Es increíble ¿no? Hoy no se puede vivir sin rejas – me interrumpió el vendedor indignado – En cualquier momento te abren la puerta y te dejan en bolas. Eso si somos optimistas, no quiero imaginarme si le hacen daño a alguien. Pero todo esto es culpa del gobierno, si no tuviéramos tantos desempleados y vagos en las calles sería otra cosa. Si les dieran trabajo a todos los que salen a robar nadie tendría que preocuparse por sellar su casa como un bunker anti bombas. Es increíble – repetía en vos alta dando golpes en el mostrador – la cantidad de adolescentes que callejean, deberían mandarlos a estudiar, o a la cárcel, aunque ahí ya no tienen más espacio. Por eso los dejan sueltos y nada más encierran a los que asesinan. Pero tenga cuidado eh, porque al tiempo los sueltan una vez más y vuelven peores, se supone que ahí es donde tienen que reformarse pero en realidad solo empeoran. Y el que logra sobrevivir a su condena sale a robar de nuevo. Fíjese lo que ocurrió con el doctor ¿Leyó la historia en el diario? – No supe qué contestarle, no quería escuchar ningún relato, quería comprar un arma e irme sin llamar la atención – Al pobre tipo le asaltaron tres veces en diez años, y esta última fueron los mismos que la primera. Ni bien quedaron libres buscaron la misma casa para vengarse de quien los había denunciado. Es que ya no tienen miedo a nada, no les importa ir de nuevo a la cárcel, si ahí tienen techo, comida, amigos, drogas, en fin. Dígame en qué puedo ayudarlo.


Algo pequeño, pero no muy pequeño, como para el hogar.


Ah sí, para el hogar, déjeme ver – Abrió un cuaderno donde tenía la lista de precios – Tengo acá una Heckler & Koch calibre .45 de acero inoxidable, semiautomática.


¿Qué precio tiene?


Mil quinientos


¿Y algo más económico?


Bueno, puede ser esta – dijo extrayendo una muestra de un cajón – Es una Ballester Molina, industria nacional. La usan los de aeronáutica. Cuesta cuatrocientos pesos.


¿No tiene alguna marca más conocida como Colt o Smith & Wesson?


Sí, algo tengo


Algo no muy caro.


Bueno, me parece que se está poniendo un poco exigente ¿no cree? – me dijo bromeando -


Es que quiero algo que valga la pena – le respondí-


Déjeme ver. Acá tengo algo que puede gustarle. Es un revolver de 6 tiros, calibre .32 Smith & Wesson. Se la dejo a seiscientos porque está usada. Es una ganga. Tiene cañón corto de dos pulgadas, una belleza.


Y en verdad era una belleza, tenía el mango de madera y el cuerpo negro recién pulido, como nuevo. La guardé sin funda y descargada en el borde de mi pantalón pasándole la camisa por encima como en las películas. Salí de la tienda y al caminar sentí el peso y el poder de aquella arma. Tenía una vida en mi cintura. Sigo sin entender qué fue lo que me llevó a comprar el revólver, no era mi estilo, nunca había contemplado esa opción hasta que estuve en la puerta de aquel negocio. Borges dice que como las personas, las cosas materiales tienen un espíritu. Los cuchillos, por ejemplo, tienen un propósito en la vida; matar. Para eso están hechos. El caso de las pistolas es similar. Quizás fue el espíritu mismo del revolver que me llamó porque sabía que yo era el ejecutor que cumpliría su destino. Un hombre vacío, desesperado, ansioso por vengar sus males. La pistola me llamó; es una manera de verlo. Si no hubiera tantas armas no habría tantos asesinatos, ya que ese espíritu maligno no existiría. Pero eso es una falacia, es pura literatura. Las armas no tienen alma, ni espíritu, ni pensamiento, el mal estaba dentro mio esperando una mínima provocación.


Para el mediodía había quedado con Valeria en juntarnos a comer en casa de su madre, pero decidí no presentarme y en lugar de eso fui en busca de una víctima. Apagué el celular para que nadie se contactara conmigo. Era el momento de reponer lo que me habían quitado. Así fue que me subí al coche y manejé hasta a la casa donde Valeria y su amante se bajaron aquella noche. El coche lujoso no estaba en la vereda y desde afuera no se veía a nadie. Me armé de paciencia y aguardé sentado dentro del auto. Faltaba poco para las doce del mediodía y deduje que alguien podía presentarse para el almuerzo, sin embargo nadie llegó y la tarde fría y gris se prolongó más de lo normal. “Debería buscar una capucha o un pasamontañas para cubrir mi rostro y abordarlo por sorpresa. Lo mejor sería hacerlo cuando esté con Valeria así ella también se lleva su parte. Si, darles un buen susto a ambos, obligarlos a confesar sus andanzas antes de revelar mi identidad”, pensé en voz alta.


La tarde se hizo noche y nadie se acercó a la propiedad. Tal vez aquel hombre sólo utilizaba ese lugar para llevar a sus amantes. Entonces empecé a intrigarme por la identidad de mi sucesor. ¿Quién era? ¿Dónde se habían conocido? ¿Cómo la conquistó? ¿Era mejor que yo, más romántico, más dotado, más inteligente, exitoso? ¿Estaba casado también? ¿Qué le había visto Valeria? Por lo poco que vi aquella noche supe que era un hombre atractivo y que tenía un buen coche, nada más. Incluso comencé a dudar de que aquella fuera su casa. Se hizo tarde y tenía que volver a dormir aunque no me apetecía encontrarme con Valeria y explicarle lo que había hecho todo el día. Además, me sedujo la idea de ausentarme la noche entera y darle motivos para pensar que había estado con otra mujer.


En algún momento de la madrugada me venció el cansancio y tuve que acostarme en el asiento trasero. A las once de la mañana del día siguiente aborté todo intento de sorprender al amante de mi mujer. Guardé la pistola debajo del asiento del acompañante y manejé de vuelta a casa. Me paré en un semáforo y en ese momento pasó enfrente del coche el pediatra de Sofía. Todo el esfuerzo que hice para olvidarme de él y dejar de culparlo por la muerte de mi hija se desvaneció con solo verlo pasar con su andar desgarbado. Se apoderó de mí una sensación de violencia que me recordó el odio que sentí en el hospital. Era, sin dudas, la impotencia de sufrir tantas cosas negativas sin haber hecho méritos. Miré a mi alrededor y supe que estaba cerca del consultorio donde el doctor atendía por las mañanas. Di la vuelta a la cuadra y estacioné a pocos metros de la puerta. La espera se prolongó mientras imaginaba un plan de acción. Quería sorprenderlo donde nadie me viera, y tenía que ser rápido, sin dudas ni especulaciones. Primero la sorpresa y, sin darle tiempo para reaccionar, ¡pam!, el disparo. Luego desaparecer sin dejar rastro. No era una empresa fácil pero estaba resuelto a llevarla hasta su última consecuencia.


A la una menos diez lo vi salir acompañado de una mujer. Este pequeño detalle alteró los planes. “Lo siento mucho por aquella mujer; nunca debería haberse ido con el blandito”, pensé. Los seguí por más de tres kilómetros hasta que se detuvieron en la entrada de un barrio privado. Intercambiaron algunas palabras amables con un guardia que finalmente levantó la barrera para que ingresaran. Acto seguido hice lo mismo que ellos. El guardia era un sujeto alto, con voz gruesa, nariz grande, ademanes torpes y le costaba moverse con agilidad. Al verme esbozó una sonrisa que acentuó su cara de inútil.


¿En qué puedo ayudarlo señor?


Vengo con el doctor Rivera, el que acaba de ingresar


¿Cuál es su nombre?


Darío Lopilato


Lo…pi…la…to. Muy bien, adelante. Que tenga un buen día
 
Pasar la barrera fue mucho más fácil de lo que pensé, aunque con semejante idiota de custodio debería haberlo imaginado. Pero mi objetivo se complicaba cada vez más y el plan de acción ya era pura improvisación. No solo el blandito iba acompañado sino que ahora estábamos en el interior de un barrio cerrado, con guardias de seguridad patrullando, cámaras vigilando y barreras metálicas que impedían una veloz retirada. Era absurdo pensar que podía llevar a cabo mi cometido y salir impune. Aún así quise acercarme lo más que pude omitiendo las advertencias de mi conciencia. Rivera estacionó su auto en la acera y yo también detuve el coche unos metros detrás. Saqué el arma para cargarla y demoré apenas unos segundos en tomar las balas e introducirlas torpemente en el tambor. Cuando terminé de hacerlo, el doctor y su acompañante estaban a punto de ingresar en la vivienda. Bajé del auto con el revólver cargado y apuré mis pasos para alcanzarlo. Pude verlo de espaldas metiendo las llaves en la cerradura, sin embargo estaba un poco alejado como para intentar un disparo certero. Por fin estuve más cerca y entonces levanté el arma apuntando a la cabeza de Rivera decidido a causar un daño irreparable. No sé si me vio, pero velozmente se escurrió adentro de la casa y se salvó. Bajé la pistola y salí del barrio antes de que me denunciara con la policía. Había dejado pasar la primera oportunidad.


Esa misma tarde, mal dormido, furioso, colapsado por un ataque de nervios, fui al consultorio de mi psicólogo para contarle sobre la infidelidad y el revólver. Cuando mencioné este último asunto, González Blanco levantó la mirada de su libreta y arqueó las cejas con asombro.


¿Por qué compró una pistola? ¿Acaso iba a  matar a alguien? Esa no es la manera de resolver este asunto -  me dijo poniéndose de pie y moviendo los brazos con enérgicos ademanes – Imagina que lo hace, que le quita la vida al doctor o al amante de su mujer. ¿Después qué? Se pudre en la cárcel, deja a un niño sin padre, a una mujer sin su esposo. No tiene sentido. Además eso acarrearía una carga emocional que en su estado es imposible soportar. Piénselo bien, respire hondo y abra los ojos, mire a su alrededor. Esa, definitivamente, no es la manera de solucionar sus problemas.


No sé porque lo hice – le dije con la cabeza gacha esquivando su intensa mirada - no sé por qué compré esa pistola, estaba ahí, hablé con el vendedor y, usted sabe, los vendedores te convencen de cualquier cosa.


González Blanco se dio cuenta de mi falta de honestidad y me dijo que no aprobaba mi conducta, que si no devolvía el arma de inmediato no pensaba seguir atendiéndome y llamaría a la policía para denunciarme y recomendar que me internaran en un hospital psiquiátrico. Debería haberlo hecho, por el bien de todos. Por la noche me llamó para corroborar si en efecto me había deshecho del arma, pero no contesté su llamada.

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