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Capítulo Segundo

Si no hay libros para aprender a ser padres tampoco los hay para superar la muerte de un hijo. Escuché algunos casos de amigos de amigos que habían atravesado la misma situación; todas historias para manuales de autoayuda. Primero la depresión, luego volver a levantar cabeza, darse cuenta de que aún queda mucho por vivir, y por último la reinvención del ser, el ave fénix renaciendo de sus cenizas para volar una vez más. Pero eso son cuentos para motivarnos y no dejarnos caer. Lo cierto es que nadie logra superarlo, sobre todo las parejas que no tienen otros hijos a quienes aferrarse. Ese era mi caso. Con Valeria quisimos darle un hermanito a Sofía pero siempre dilatamos los plazos, hasta que fue demasiado tarde.


La casa nunca volvió a ser la misma, sobraba un cuarto y una gran cantidad de objetos inútiles; juguetes, ositos de peluche, ropa de niña, el velador de bailarina, los toallones con dibujos de princesas, las cajas de lápices, la pizarra para dibujar, el coche de paseo. Nada de eso servía más que para recordar su ausencia y evocar amargas lágrimas. Lo mejor era olvidar a Sofía, pero ¿De qué manera? Cómo evitar pensar en ella al despertarse anhelando escuchar su voz; “Papi, ¿me haces una leche con chocolate?” Y el silencio empeoraba todo. Valeria y yo atravesamos un período de varios días sin saber qué decirnos. Nos abrazábamos, nos tomábamos de la mano, pasábamos horas enteras acariciándonos, y sin embargo no podíamos articular más de dos palabras sin romper en llanto. Cualquier cosa que decíamos carecía de sentido. La vida carecía de sentido. Tal vez esta carta, para usted, carece de sentido.


En la compañía donde trabajaba Valeria le dejaron tomarse el tiempo necesario para recuperarse con el privilegio de seguir cobrando su salario por tiempo indefinido. Por mi parte, el director de la redacción del diario, Santiago Muñiz, no sólo me obligó a tomarme el descanso sino que también me visitó día por medio aún cuando los cierres de edición le complicaron los horarios. Fue él, mi mejor amigo, quien terminó de convencerme de que necesitaba ver a un psicólogo. Valeria asistía a terapia desde antes de conocernos, cuando sus padres se divorciaron y la inestabilidad en el hogar le produjo cambios emocionales que no supo controlar. En cambio yo nunca sentí la necesidad de someterme a un tratamiento, siempre fui un escéptico y no me dejé convencer sobre las ventajas del psicoanálisis. Por un lado, esta aversión se debía a que no me gustaba la idea de tener que contar mis asuntos personales a un extraño, y por otro lado no comprendía de qué manera me podía ayudar. Como usted sabe, perder a un hijo es un daño irreparable. Hasta entonces mi método para resolver problemas consistía en evadirlos, anularlos o ignorarlos. Pero la muerte de Sofía fue demasiado para mí y nadie en la familia estaba capacitado para actuar de bastión, así que dejé de lado mis prejuicios y pedí una cita con un doctor, si es que eso son.


Soltar la lengua fue un desahogo importante, le recomiendo que si usted no encuentra consuelo haga lo mismo. La única referencia que le puedo dar es el Dr. González Blanco, tiene su consultorio en el centro de la ciudad, en la avenida San Martín antes de llegar a la esquina de Alem, del lado este, arriba de la librería García Santos. González Blanco es una excelente persona, o por lo menos eso es lo que demuestra. No mide más de un metro sesenta pero es fornido, parece que de joven jugó al rugby. Tiene la cabeza calva y lleva una barba de candado prolijamente delineada. Nunca lo verá desarreglado o con arrugas en su camisa. Su tono de voz, grave pero ameno, es un tanto hipnótico. Las veces que estuve en su consultorio me sentí muy a gusto, tiene todo ordenado, no hay polvo acumulado sobre ningún mueble y la oficina está muy bien iluminada por un gran ventanal que da hacia la avenida.


Desde el consultorio puede verse la ciudad en movimiento, gente yendo y viniendo, los bancos abiertos, el negocio de revistas, un hombre que lustra zapatos en la esquina. Aquel cuadro me hizo pensar en el contraste con mi vida estancada en la depresión. Un día extraordinario era cuando salía a hacer las compras, el resto del tiempo me la pasaba dentro de casa leyendo las noticias o algún libro, revisando el correo, mirando partidos de fútbol, durmiéndome con la televisión prendida, pero sobre todo alimentando mi odio por el pediatra quien, según mi forma de ver, era el culpable absoluto de la muerte de Sofía. Contacté a un abogado para iniciar una demanda por mala praxis, pero el proceso carecía de pruebas determinantes. Entonces la única opción viable fue confiar en los métodos del psicoanalista.


La primera visita a Gonzalez Blanco la hice en los primeros días de marzo, cuando todavía seguía de licencia laboral. Poco a poco fui soltándome y pude hablar de mí con total honestidad como lo estoy haciendo ahora, como solo pude hacerlo en mis libros. Al principio el doctor me guió con sus preguntas, raspando la superficie para encontrar una fisura en el escudo y así poder entrar. Me costó mucho sincerarme conmigo mismo antes que con el doctor, pero cuando franqueé esa barrera noté el cambio. Me ayudó mucho el hecho de ponerme en el lugar del psicólogo, escuchar lo que salía de mi boca e imaginar lo que él podía pensar de mis relatos. Hablé de todo y de nada, divagué y me sumergí en recuerdos o pensamientos del pasado para terminar de nuevo en el mismo lugar; en el cinco de febrero. Gonzalez Blanco me recomendó algunos ejercicios para mejorar mi ánimo y acertó al utilizar la literatura como recurso didáctico, aunque en un principio me resistí.

 

-Vamos a utilizar su herramienta por excelencia; la palabra escrita. Quiero que cuando esté tranquilo escriba lo que siente. Pero hágalo porque le urge la necesidad de hacerlo - me dijo.


- Doctor, perdóneme - le respondí  - pero si quisiera escribir un libro sobre la muerte de mi hija ya lo hubiera hecho, soy escritor y eso es lo que hago. Vengo aquí justamente porque no puedo trabajar, porque no puedo pensar en otra cosa. Y usted me pide que escriba. Para eso no le pago nada y me quedo en casa.


- Lo sé perfectamente, pero déjeme terminar de hablar. No voy a pedirle que escriba un libro, sólo voy a dejarle algunas consignas para que tenga algo en qué pensar cuando no esté acá. Puede hacer listas - me dijo entusiasmado - enumere cosas que le gustaría hacer con su vida ahora que no tiene la responsabilidad de ser padre. Pero hágalo en serio, de otra manera nunca avanzaremos. Piénselo y cuando termine tráigala a la sesión.


Debería hacerlo usted también,  intente escribir lo que le gustaría hacer ahora. Yo anoté lo siguiente;
-          Saltar desde un avión con paracaídas
-          Ser dueño de mi propia revista de interés general y arte
-           Dirigir una película
-          Aprender francés
-          Viajar con Valeria a París
-          Llevarla a conocer algún lugar de África
-          Pasar una noche en un observatorio junto a Valeria
-          Cruzar la sierra a caballo
-          Viajar de mochilero y acampar a la intemperie
-          Escribir un libro que se convierta en un clásico
-          Bucear en el mar Caribe
-          Viajar en globo
-          Mudarnos de casa
-          Ahorcar al Doctor Rivera
-          Poder ver a mi hija una vez más.


Excepto esto último, lo demás no era imposible.


Qué difícil es cubrir el espacio que deja un hijo. “¡Cuántas posibles vidas se habrán ido en esta pobre y diminuta muerte, cuantas posibles vidas que la suerte daría a la memoria o al olvido!”. Así lo dijo Borges en su poema y así lo sentí yo. Ya no podría ver a mi hija crecer hasta convertirse en mujer. No podría verla egresar del colegio ni de la universidad. No podría verla tener hijos y darme nietos. Valeria pasó por lo mismo hasta que tuvo una revelación cuando le conté sobre el ejercicio de la lista. Ella se lo mencionó a su terapeuta, quien le recomendó hacer su propia enumeración. La verdad le llegó al momento que levantó la pluma del papel y leyó para sí misma, en voz alta, lo que escribió. Se percató de una pequeña omisión, un mínimo descuido que le hizo comprender que nuestra relación había llegado a su fin; no me incluyó en ninguna de las cosas que quería hacer. Fue un acto involuntario, pero aquel desalentador testimonio fue fiel a la realidad. Ambos estábamos perdidos en un limbo emocional y no podíamos ni queríamos sostenernos el uno al otro.


Pasaron los días, dejamos de prestarnos atención, y cada uno buscó salir adelante por su lado. No fue algo premeditado sino todo lo contrario, pero Valeria se tomó un tiempo para analizar la situación antes de confiarme su descubrimiento. Fue por eso que durante algunas semanas (acaso un mes entero, dos meses, ya no lo sé) la noté distante y fría. Entendí que tenía su mente en otro lado, aunque nunca imaginé que nos íbamos a separar en el período más difícil de nuestras vidas, nunca sospeché que ella podía ver un futuro sin mí. Fue en esa época que dejamos de hacer el amor.

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