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Capítulo Tercero

Si había una cosa que en aquel momento no podía tolerar era la idea de quedarme solo. Mis padres y mis hermanos vivían afuera del país, y aunque viajaron para verme al enterarse de lo de Sofía, eventualmente tuvieron que volver a sus responsabilidades. Nunca dejaron de preocuparse por mí, por supuesto, pero no era mucho lo que podían solucionar desde tan lejos. Entonces cuando Valeria tomó distancia supe que no tenía a quien recurrir para salir del pozo. Era yo contra el mundo una vez más, salvo que esta vez el camino a mis espaldas tenía numerosos senderos de oportunidades perdidas y errores cometidos. Sin mi hija y sin mi esposa me encontré con un velo de soledad alrededor. A modo de evasión regresé al trabajo y le pedí a Santiago cubrir la sección de espectáculos, no quise lidiar con las noticias políticas y las historias policiales como hacía antes. Retomé mi columna en la revista de los domingos y escribí algunos cuentos para hacer una antología. Me costó generar el ritmo adecuado, sobre todo porque hubo días en que no quería salir de la cama y acusaba una fatiga inexplicable, pero aun así llegué a estar tan activo que pude pasar un día entero sin pensar en mi hija. Primera gran batalla ganada. Sin embargo los súbitos cambios de humor se volvieron incontrolables y sin darme cuenta me acostumbre a vivir con ellos.


Cuando volví a prestar atención al calendario las páginas marcaban la mitad de Junio, el final del otoño. Las hojas se secaron, al igual que las lágrimas, y por todos lados florecieron árboles y capullos. Valeria estaba más resuelta que nunca a buscarse una vida nueva separada de mí. Parte de esa decisión se remontaba a la época de nuestro noviazgo, apenas seis otoños atrás. Cuando nos enteramos del embarazo nuestra relación no era algo consumado, nos conocimos en una fiesta de casamiento y, dejando la cama de lado, no coincidíamos en nada. Cinco meses después, a nuestros veintiocho años, la paternidad nos obligó a hacer cambios estructurales y entre una cosa y otra tomamos decisiones apresuradas. Algunas buenas, otras no tanto. ¿Acaso me planteé en algún momento no tener a la niña? No, nunca. Desde que supe que iba a ser padre acepté la responsabilidad y con Valeria decidimos casarnos.


Ella era la mayor de cinco hermanos, luchadora y siempre con sus valores claros. Desde pequeña se las arregló para trabajar y conseguir dinero para tener lo que quería. Organizó ventas de jugos, de empanadas, peñas folclóricas, desfiles de moda. Todo lo que se le ocurrió lo hizo. Su delicada feminidad era encantadora, tenía buen gusto para vestirse y siempre evitaba el exceso de maquillaje. Su carácter era fuerte y determinado, como a quien le encanta dar órdenes. Por eso en poco tiempo hizo una impecable carrera laboral en una firma de cosméticos. Sus amigos eran de diferentes entornos y no le costaba mostrarse tal como era ante cualquier persona. Lo que más admiraba de ella era su capacidad para resolver problemas. Nunca negaba nada ni dejaba los asuntos para otro momento, si había un inconveniente ella tenía que solucionarlo o de lo contrario no podía dormir.


Yo, en cambio, era la antítesis. En casa de mis padres nunca faltó el pan sobre la mesa y todo lo que quise tener me costó lo mismo; pedirlo. Estudié periodismo por el sólo hecho de que me pareció más fácil que ingeniería o medicina, y de esa manera manejé mi vida adulta, siempre buscando la forma de realizar el mínimo esfuerzo. No tuve un trabajo serio hasta después de graduarme de la universidad, a los veinticuatro años. Me gustaba salir de noche y sólo me relacionaba con aquellos que querían lo mismo que yo; drogas y diversión. Mi círculo de amigos era acotado y ninguno de ellos, salvo Santiago, valía la pena. Ninguno de ellos tenía códigos ni apreciaba la amistad, pasaban tiempo conmigo sólo porque nos gustaba colocarnos juntos. Desperdiciaba días enteros echado en un sofá jugando video juegos y fumando marihuana. Y para colmo me creía el más listo de todos. ¡Qué equivocado que estaba! La espesa nube de humo que tenía frente a mis ojos no me permitía ver más allá de mis extremidades.


La llegada de Sofía provocó un vuelco radical en mi vida, no sólo por ella, sino también por Valeria y por mí. Cuando mi esposa me fue conociendo y vio la imagen completa se asustó. ¿Qué clase de padre podía ser un hombre que no podía controlar los vicios? ¿Qué valores le iba a enseñar a su hija si ni siquiera él mismo los tenía? Entonces me dio un ultimátum; o dejaba esa vida o la dejaba a ella, porque no iba a desviarse de su camino y mucho menos para meterse en un bosque espinoso. La única solución posible fue dejar de frecuentar a mis amigos para poder librarme de las adicciones, y créame que no fue fácil.


Valeria quitó la venda de mis ojos y me enseñó a vivir con respeto, primero por mi mismo y luego por los demás. Me mostró un mundo diferente, de gente buena, alegre, divertida, activa, emprendedores, soñadores, parlanchines, comprometidos con la sociedad, poetas, músicos, artesanos, economistas, y ningún adicto. Yo aprendo rápido, tanto de lo bueno como de lo malo, así que pude dejar los malos hábitos. Nunca más probé cocaína ni marihuana, incluso dejé de fumar tabaco y en su lugar aprendí a comer bien y a cocinar. También retomé el deporte, cosa que no hacía desde la secundaria. Dejé de mentir compulsivamente, otra de mis manías adquiridas por tener que ocultar mi adicción, y me dejé llevar por lo que parecía ser la ruta indicada.


Sofía me brindó una energía diferente. Al verla nacer, con los ojos bien abiertos como los del Coronel Aureliano, sentí la fuerza que me dio ese pequeño ser. Dentro del diario llegué a ser jefe de la sección de policiales y en mi tiempo libre escribí dos libros; El oficio del escritor y Epístolas de un Demente, que ganó un importante certamen literario. Presenté muchas exposiciones fotográficas en las galerías más concurridas de la ciudad, pero lo mejor de todo fue aprender a ser padre, cambiar pañales, despertar en medio de la noche a calmar el llanto, cuidar a mi niña cuando estaba enferma, estimularla para que aprenda sobre el tacto, el gusto y los sonidos, enseñarle a caminar, a comer, a hablar, a correr, a saltar, a jugar.


Cuando supe lo que quería para mi hija, supe lo que quería para mí. Suprimí de la dieta la comida chatarra y la remplacé por frutas, dejé de comprar gaseosas y cervezas y en su lugar tomaba agua y de vez en cuando vino. La llevaba a andar en bicicleta y aprovechaba para correr a su lado y hacer ejercicio. En fin, se entiende hacia donde voy. La paternidad me enseñó mucho más que mis propios padres, me imagino que a todos nos pasa lo mismo. Así también pude valorar lo que ellos hicieron por mí, a ellos no puedo reprocharles nada de mi infancia. Pero no le voy a contar mi niñez a usted Aranzubia, para eso fui al psicólogo. El caso es que cuando Sofía estuvo con nosotros, con Valeria encontramos nuestro equilibrio y pudimos acoplarnos el uno al otro, con muchísimo esfuerzo y decenas de peleas de por medio, claro está. Llegamos a saber lo que uno estaba por decir, sentir nuestras miradas de una manera distinta y aprendimos a leer las infinitas marcas de nuestra piel.


Aun así siempre quedó un asunto pendiente. ¿Nos habríamos casado si Valeria no hubiese quedado embarazada? Aquel interrogante adquirió mayor énfasis en la mente de ella cuando Sofía se alejó de nuestras vidas. ¿Podíamos llevar la relación a buen término? Era un nuevo reto que teníamos que enfrentar. Por mi parte tengo que decir que di todo por sentado y nunca sospeché que Valeria iba a cambiarme por otro. Siempre me reprochó que no fuera caballero, que casi nunca la sorprendía con algún regalo, que no me gustaba festejar el día de San Valentín, que no me esforzaba por las cosas que quería, que no la escuchaba y que nuestras relaciones se habían vuelto mecánicas y rutinarias. Es duro aceptarlo pero tenía razón en todo. Y de pronto mi esposa se encontró con la posibilidad de buscar al hombre que ella hubiese querido antes de conocerme, con el añadido de que ya sabía, por experiencia, lo que no quería.


Cuando ambos retomamos el ritmo normal de trabajo nos veíamos cada vez menos. Ella se inscribió en el gimnasio y yo me encerré en mi escritorio a escribir otro libro. Pasé horas tecleando, borrando, puliendo ideas, buscando palabras precisas e indagando mis sentimientos mientras mi esposa estaba afuera coqueteando con otros hombres. Dejé de prestar atención a ciertas cosas que a la larga nos distanciaron aún más. Nunca coincidíamos a la hora de ir a la cama, por ejemplo. Valeria salía con sus amigas todos los fines de semana y no presenté queja alguna porque eso me daba más tiempo para la escritura. Sin querer le di razones para que pasara lo que pasó.


Me di cuenta por casualidad, fue un viernes a la noche. Valeria me dijo que iba con sus amigas a comer comida mexicana y yo, como de costumbre, me quedé a escribir, tomando vino y fumando porro. Durante un breve descanso de la escritura vi sobre la mesa del teléfono un folleto de un concierto de un guitarrista al que admiraba mucho. La función era esa misma noche. Pensé en lo mucho que llevaba sin salir de casa y lo bien que me haría pasar unas horas escuchando buena música. Me cambié, me subí al auto y me fui, pero nunca llegué al recital. En un punto entre mi casa y el teatro vi caminando por la vereda una pareja tomada de la mano. Primero pensé que no era verdad, que había visto cualquier cosa, que era otra mujer parecida a Valeria, vestida igual que Valeria y con la misma forma de caminar que Valeria. Para despejar las dudas di una vuelta a la manzana y al pasar nuevamente por la calle donde iban caminando la vi subirse al coche del otro sujeto. Por supuesto que los seguí. Fueron directo a la casa de él. En la vereda estaba el auto de Valeria estacionado. No salió de la casa hasta las dos de la mañana. ¿Alguna vez le han sido infiel? A mí me dolió muchísimo, sobre todo porque yo siempre jugué limpio. Me sentí como un idiota, como un niño engañado.

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